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LXI

Trajo el amor su cola de dolores,
su largo rayo estático de espinas
y cerramos los ojos porque nada,
porque ninguna herida nos separe.

No es culpa de tus ojos este llanto:
tus manos no clavaron esta espada:
no buscaron tus pies este camino:
llegó a tu corazón la miel sombría.

Cuando el amor como una inmensa ola
nos estrelló contra la piedra dura,
nos amasó como una sola harina,

cayó el dolor sobre otro dulce rostro
y así en la luz de la estación abierta
se consagró la primavera herida.

LXII

Ay de mí, ay de nosotros, bienamada,
sólo quisimos sólo amor, amarnos,
y entre tantos dolores se dispuso
sólo nosotros dos ser malheridos.

Quisimos el tú y yo para nosotros,
el tú del beso, el yo del pan secreto,
y así era todo, eternamente simple,
hasta que el odio entró por la ventana.

Odian los que no amaron nuestro amor,
ni ningún otro amor, desventurados
como las sillas de un salón perdido,

hasta que se enredaron en ceniza
y el rostro amenazante que tuvieron
se apagó en el crepúsculo apagado.

LXIII

No sólo por las tierras desiertas donde la piedra salina
es como la única rosa, la flor por el mar enterrada,
anduve, sino por la orilla de ríos que cortan la nieve.
Las amargas alturas de las cordilleras conocen mis pasos.

Enmarañada, silbante región de mi patria salvaje,
lianas cuyo beso mortal se encadena en la selva,
lamento mojado del ave que surge lanzando sus escalofríos,
oh región de perdidos dolores y llanto inclemente!

No sólo son mío la piel venenosa del cobre
o el salitre extendido como estatua yacente y nevada,
sino la viña, el cerezo premiado por la primavera,

son míos, y yo pertenezco como átomo negro
a las áridas tierras y a la luz del otoño en las uvas,
a esta patria metálica elevada por torres de nieve.

LXIV

De tanto amor mi vida se tiñó de violeta
y fui rumbo en rumbo como las aves ciegas
hasta llegar a tu ventana, amiga mía;
tú sentiste un rumor de corazón quebrado

y allí de las tinieblas me levanté a tu pecho,
sin ser y sin saber fui a la torre del trigo,
surgí para vivir entre tus manos,
me levanté del mar a tu alegría.

Nadie puede contar lo que te debo, es lúcido
lo que te debo, amor, y es como una raíz
natal de Araucanía, lo que te debo, amada.

Es sin duda estrellado todo lo que te debo,
lo que te debo es como el pozo de una zona silvestre
en donde guardó el tiempo relámpagos errantes.

LXV

Matilde, dónde estás? Noté hacia abajo,
entre corbata y corazón, arriba,
cierta melancolía intercostal:
era que tú de pronto eras ausente.

Me hizo falta la luz de tu energía
y miré devorando la esperanza,
miré el vacío que es sin ti una casa,
no quedan sino trágicas ventanas.

De puto taciturno el techo escucha
caer antiguas lluvias deshojadas,
plumas, lo que en la noche aprisionó:

y así te espero como casa sola
y volverás a verme y habitarme.
De otro modo me duelen las ventanas.

LXVI

No te quiero sino porque te quiero
y de quererte a no quererte llego
y de esperarte cuanto no te espero
pasa mi corazón del frío al fuego.

Te quiero sólo porque a ti te quiero,
te odio sin fin, y odiándote te ruego,
y la medida de mi amor viajero
es no verte y amarte como un ciego.

Tal vez consumirá la luz de Enero,
su rayo cruel, mi corazón entero,
robándome la llave del sosiego.

En esta historia sólo yo me muero
y moriré de amor porque te quiero,
porque te quiero, amor, a sangre y fuego.

LXVII

La gran lluvia del sur cae sobre Isla Negra
como una sola gota transparente y pesada,
el mar abre sus hojas frías y la recibe,
la tierra aprende el humedo destino de una copa.

Alma mía, dame en tus besos el agua
salobre de estos meses, la miel del territorio,
la fragancia mojada por mil labios del cielo,
la paciencia sagrada del mar en el invierno.

Algo nos llama, todas las puertas se abren solas,
relata el agua un largo rumor a las ventanas,
crece el cielo hacia abajo tocando las raíces,

y así teje y desteje su red celeste al día
con tiempo, sal, susurros, crecimientos, caminos,
una mujer, un hombre, y el invierno en la tierra.

LXVIII

La niña de madera no llegó caminando:
allí de pronto estuvo sentada en los ladrillos,
viejas flores del mar cubrían su cabeza,
su mirada tenía tristeza de raíces.

Allí quedó mirando nuestras vidas abiertas,
el ir y ser y andar y volver por la tierra,
el día destiñendo sus pétalos graduales.
Vigilaba sin vernos la niña de madera.

La niña coronada por las antiguas olas,
allí miraba con sus ojos derrotados:
sabía que vivimos en una red remota

de tiempo y agua y olas y sonidos y lluvia,
sin saber si existimos o si somos su sueño.
Ésta es la historia de la muchacha de madera.

LXIX

Tal vez no ser es ser sin que tú seas,
sin que vayas cortando el mediodía
como una flor azul, sin que camines
más tarde por la niebla y los ladrillos,

sin esa luz que llevas en la mano
que tal vez otros no verán dorada,
que tal vez nadie supo que crecía
como el origen rojo de la rosa,

sin que seas, en fin, sin que vinieras
brusca, incitante, a conocer mi vida,
ráfaga de rosal, trigo del viento,

y desde entonces soy porque tú eres,
y desde entonces eres, soy y somos,
y por amor seré, serás, seremos.

LXX

Tal vez herido voy sin ir sangriento
por uno de los rayos de tu vida
y a media selva me detiene el agua:
la lluvia que se cae con su cielo.

Entonces toco el corazón llovido:
allí se que tus ojos penetraron
por la región extensa de mi duelo
y un susurro de sombra surge solo:

Quien es? Quien es? Pero no tuvo nombre
la hoja o el agua oscura que palpita
a media selva, sorda, en el camino,

y así, amor mío, supo que fuí herido
y nadie hablaba allí sino la sombra,
la noche errante, el beso de la lluvia.

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